Otto
Recuerdo sus manos delgadas y blancas sobre mi piel magullada. Tocó mi cuerpo como si fuera cristal, aunque yo sé que se parece más a un trozo de hierro literal y metafórico. No nos dijimos nada, ella por comodidad, yo porque si abría la boca las palabras que trotaban en mi garganta iban a apelotonarse y ninguna terminaría por salir. Miró mis ojos cuando sacó mi chaqueta sucia, tibia por la sangre que la había abrazado. Dejó de mirarnos, a mis ojos y a mi, cuando sintió un calor inminente en mi costado. Un calor pegajoso. Mi camisa era una masa azul oscura, muy oscura, amoratada, en todo mi costillar derecho. Sus manos me obligaron a sentarme sobre la cama, a media luz, a medio de todo. Que silencio. Que dolor si flexionaba mi cuerpo. Su mirada recorrió nerviosa, pálida, los botones de mi camisa.
-Puedo hacerlo yo… -le sonreí tranquila. Mi voz era otra, parecía una suspención.
Negó con la cabeza. Por un segundo creí que oiría su preciosa voz, mis oídos rugían por extrañarla. No me había dicho nada desde ese corroído “mejor me voy” que había pronunciado casi con disgusto la última vez que se sentó en mi living.
Se hincó entre mis piernas, sus codos apoyados entre mis muslos. Comenzó con los botones desde abajo, soltándolos tan lentamente como le permitía el temblor de mi cuerpo. Cerré los ojos cuando llegó al último, mi primer botón, el primero de todos, pero su último. Muy pocas veces me había dado la libertad de desnudarme en su presencia y ahora era ella quien me desnudaba. Sostuvo un breve suspiro en la punta de su nariz que simplemente me hacía delirar. Tragó visiblemente y abrió la camisa con todo el cuidado que podría nacerle desde los mismos pies.
Yo ya no podía más. El cuerpo se me escurría cama abajo y el alma se alzaba en dirección opuesta. Jamás me he desmayado en la vida y anoche no fue la primera vez. Me mantuve firme, nauseosa, al borde de la cama.
Gimió cuando vio el corte que adornaba mis costillas. Parpadeó con fuerza.
-Dime algo –le supliqué despacio. Ella arrastró la mirada desde la herida hasta mis ojos con aires de inspección.
-Creo que debería llevarte a la clínica, es grande.
-Pero no se siente profunda… -sonreí de medio lado, al fin su voz.
-El agua oxigenada, los algodones y esas cosas…
-Siguen en el mismo lugar de siempre –terminé su frase bajando la mirada.
Se quedó ahí un momento y se levantó. Caminó hasta el baño de la habitación, escuché que revolvía cosas y volvió a mí. Me pidió que me recostara de medio lado, pero que antes terminara de sacarme la camisa y la dejara en el piso. La sangre estaba seca, no mancharía nada. Miró mi cuerpo medio desnudo y miró el interruptor que modera la luz. Vaciló un poco antes de encenderla por completo. Volvió a mirarme y yo sé que no respiró. Se sentó detrás de mí y empapó una mota de algodón con agua oxigenada para limpiar el perímetro del corte. Todos los músculos de mi espalda y los intercostales, se contrajeron por el dolor y el frío. El reflejo me costó el doble de dolor.
No recuerdo muy bien cuánto tiempo estuve en esa posición, por cuántos minutos sus dedos impolutos rozaron mi piel. Sin embargo me dormí. Me dormí al cabo de unos minutos de saber con cada milímetro de mí que ella no se iría al terminar. Su mano fue la culpable de mi rendición frente a mi inconsciente; si bien si derecha se ocupaba de mi herida, la izquierda acariciaba con movimientos circulares mi cabello. Yo sabía que simplemente adoraba pasar su mano una y otra vez por este desorden de pelo corto que descansa sobre mi cabeza y que un par de veces había logrado hacer unas trenzas diminutas de no más de siete centímetros…
Con ese pensamiento sustancia en mi cabeza, caí en sueños.
Me dormí pensando que adoraba acariciar… me.
me encanta lo que escribes, siempre.
tu forma de describir sensaciones siempre me conmueve mucho, en serio...
te quiero niña!
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