Sette
Me necesita ahora.
Ahora mismo, en este preciso instante y no encuentro las llaves del coche. Corro por todo el maldito departamento intentando recordar dónde las dejé la última vez que me subí en él. Me rindo, cojo mi chaqueta de cuero, ni si quiera tengo tiempo de abrocharla, bajo las escaleras como celaje, ni me tomo la molestia de despedirme del conserje, a los pocos respiros estoy corriendo bajo una lluvia amnésica sin tener mucha idea a dónde es que ella está.
Sé que me necesita ahora.
Demonios. Olvidé el móvil. No me devuelvo, sigo corriendo. Intento no empujar a mucha gente, pero las calles están atiborradas de seres que no reconozco. Se me acalambran las rodillas y los ojos de tanto pensar dónde puede estar. Empuño las manos y suspiro inmensamente todas las gotas de agua que escurren por mi nariz, me atraganto, me ahogo, me muero si no llego a tiempo. Mis ojos ya son la ciudad y la lluvia misma, los cierro por un instante y sigo corriendo. Me golpeo los pies, me enredo y caigo en una maleza espesa de gente que me grita necedades. Me levanto y sigo mi vuelo sobre el pavimento. Ahora esquivo autos. Pareciera que sueño, pero no. Me duele una costilla. No, miento. Me duele todo mi costillar derecho. No creo sangrar aunque la tibieza de mi chaqueta se adhiere pegajosa a mi piel. ¿Qué más da?
Llego a las puertas de un edificio enorme. Rojizo.
Entro sin dar explicaciones, me detiene un portero, lo empujo. Escalo hasta el piso octavo, me quedo de pie frente al pasillo…
Tiene los ojos enrojecidos, inflamados. Está preciosa como siempre, adornada de angustia que yo sé cuál es su fuente. Me mira atónita, con una amalgama visual de preocupación, sorpresa, dolor, vida, sangre, alivio y muerte. Siento que floto lentamente hacia su cuerpo encogido, pero ella sabe que me tambaleo un poco al caminar, estas malditas costillas ahora no me quieren dar tregua y es el cuero el que se mancha con mi derrame.
-Hola –susurro una vez que la escasez de centímetros entre las dos es divina. Le sonrío adolorida, mojada, sucia. Feliz.
Su mar rompe contra las olas y me abraza con su llanto espeso. Se aferra a mi cuerpo machacado, roído por su ausencia. Ya no me duele nada. Sus labios son un bálsamo para la piel de mi cuello. Su cintura es la perfecta moldura para estas manos mojadas de tanto esperar. Mis hombros son su mejor soporte y mi mejor cualidad.
-Vamos a casa… –gimo de soledad.
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