January 23, 2006

Cinque

Hurgué entre mis cajones buscando eso que había guardado hacía años y que no había vuelto a tocar. En el primer cajón habían cachivaches absurdos que me juré iba a botar a la basura en algún momento, en el segundo encontré sus actos sin terminar, escritos a mano nerviosa; en el tercero no había más que polvo y un par de cartas mías de años atrás. Pero en el quinto hallé lo que estaba buscando. De los veinte vicios quedaban diez y siete, tres habían sido mi promesa de que no volvería a fumar para que mi estudio no fuese “insostenible para su existencia”. Tres y nada más, fue lo que le dije esa vez que incluso ella compartió el último conmigo.

Con la cajetilla abierta en mi mano izquierda, caminé hasta el gran ventanal que coronaba la sala de estar, apoyé mi frente contra el vidrio helado y cerré los ojos por infinita vez en estas semanas. ¿O eran años? Me parecían años cada vez que pasaba por su habitación vacía, que antes estaba atiborrada de libros, tomos gruesos y enormes, de Lorca y Márquez, de sus obras inconclusas, de su poesía pagana, de mi suicida Pizarnik y mi querido Benedetti. Me parecían años cada vez que volteaba en la cama para mirar la pared adyacente a mi alma, sin encontrar por ningún lado su espesa melena castaña e indefinida de forma, sin que su respiración me ronroneara junto al oído como una canción de cuna, sin que mi piel se atreviera nunca a rozar la suya cada vez que su cuerpo se acomodaba contra mi espalda.

Vuelvo a abrir los ojos secos de esperar este momento, miro nuevamente la cajetilla que tengo en mi mano, con el pulgar impulso suavemente un cigarro hacia arriba, lo acerco a mis labios y con los dientes lo seco lentamente de su lugar. Alcanzo sin mirar el encendedor que descansa siempre junto a los inciensos de la repisa contigua al ventanal. Escucho el click denso de mi Zippo al arrastrarse sobre la tela de mi pantalón en un movimiento oxidado que no practicaba hacía harto tiempo.

Enciendo mi vicio, añejo, pastoso y respiro mi propia soledad envuelva en ese humo que jamás quiso oler sobre mi piel.

January 20, 2006

Quattro

Me alcanza una taza de chocolate caliente que acaba de preparar en mi cocina. Porque ya nada de esto es nuestro, ni si quiera si los toca con esas blancas manos de alargados dedos, intentando que su calor envuelva mis objetos fríos. Se sienta frente a mi, estudiándome, evaluando cada sorbo que quema mis labios, cada mirada que rehuye de la suya propia. Sus codos descansan sobre sus firmes muslos, tiene la espalda arqueada y su fino mentón reposa sobre esas ya mencionadas manos, ahora empuñadas como soporte.

El silencio es un hielo grueso extendido entre mis labios y los suyos que jamás han hecho contacto, que jamás lo harán. Yo no tengo el cuchillo para abrir el abismo y hablar, ella duda si pronunciar palabra alguna logre arrebatarme de mi estado tan taciturno.

-Te ves bien –susurra finalmente rascándose una ceja, disimulando su incomodidad de pésima forma. Ella no sospecha nada, ni si quiera mis ganas de abalanzarme nuevamente la ciudad y que cada gota se vuelva una espina que atraviese mi piel.

No le respondo y continúo bebiendo mi chocolate, escondida a medias tras la manta de polar que mantiene mi calor perdido.

-¿Cómo llegamos a esto? –cuestiona apresurando el tiempo.

-¿Qué es esto? –pregunto tan débilmente que ni yo misma me oigo.

-Mejor me voy –se levanta y camina hacia la puerta. Mi existencia se va con ella, le toma la mano, la besa, cierra los ojos y le murmura una vez más al oído que la ama. Mi cuerpo, por otro lado, se queda inmóvil en el sillón, sintiendo esa mirada de reproche cruzar sus ojos, abrir la puerta y marcharse donde no son mis labios los que le besan el cuello.

January 14, 2006

Tre

Caminar descalza por la calle es una barbaridad, especialmente si llueve. Pero se me antojaba desde que el olorcillo a humedad tormentosa comenzó a hacer manifiestos de aparición permanente. Además, no había nadie quién me dijera que era una desquiciada porque iba a contraer una pulmonía y no era factible que me llorara a mi misma en el funeral. Y admito que me gustaba que hubiese alguien diciéndome lo que no tenía que hacer ara hacerlo con el triple de deseos. Y re-confieso que me enloquecía que fuese ella.

Así que lo hice.
Salí a la calle con una camiseta manga corta, negra desteñida y mis jeans que ya parecen un trapo viejo por la cantidad de agujeros a la altura de la rodilla. Llovía con esas cargadas ganas de llorar que he estado reprimiendo casi por dos semanas, llovía con furia, con rabia, con dolor y con nostalgia. Llovía y yo, descalza, caminaba junto a esos ejecutivos empaquetados hasta la manzana de Adán, con expresión de preocupados y con un sabor a importantes que llegaban a intoxicarme. Me crucé con un perro alternativo de ojos disparejos y cola rubicunda, que me miró un segundo los deditos empapados para luego seguir su senda del vagabundo indiferente. Un par de niños emocionados con el agua que caía del cielo, rieron frente a mi nostalgia y pidieron en seguida imitar mis pasos humildes, sin embargo la madre me miró con diversión y prometió a sus críos que para la próxima vez sería posible.

La ciudad lloraba por ella para mí y no me importaba. No quería que me importara, aunque hasta mi más desorientada neurona sabía que todo lo que yo necesitaba era de sus abrazos tibios para mantenerme dentro del departamento. Pero ya estaba afuera y no estaba su voz que me demandara una taza de café cuando sus manos comenzaban a azularse de frío, o sus labios que se fruncieran frente a mis pantalones desarraigados de toda compostura social.

-No puedo creerte –dice una voz entre furiosa y entretenida a mis espaldas.

Giro en ciento ochenta grados para verla abrigada hasta las orejas con la bufanda azul marino que le tejí hace dos años, su abrigo negro y sus botas de cuero del mismo tono. Giro y siento que sigo girando, porque esta vez no es ilusión y está frente a mí, con el ceño fruncido, molesta por mi falta de cordura, mis pies entumecidos y mi fiebre de amor mudo.

January 12, 2006

Due

Hoy es carnaval. La ciudad completa se viste de colores y lucecitas para recibir a los carros alegóricos que animan a la multitud rugiente, feliz y contenta de existir, de existirse los unos a los otros para alcanzar un trocito de la utópica felicidad. La ciudad completa, menos yo, que estoy sentada frente al fuego para ver si logro calentar mis congelados pies. Suena el teléfono y ninguna célula de mi quiere contestar. Cierro los ojos pensando en las últimas luces del año pasado que vivos juntas antes de dormirnos sobre la capota de mi coche, arropadas hasta las narices con nuestras espesas mantas de polar, agotadas de tanto reír, saltar y beber vodka tónica.

El maldito aparato vuelve a sonar y emito un sonido de puerta vieja. No quiero contestar. “¿Y si es ella?”, traiciona mi subconsciente. Entonces me levanto y murmuro un diga no muy contento.
-Vamos – me dice su voz aterciopelada desde el otro lado del auricular. Yo no puedo contestarle, cojo el aparato con más fuerza y me devuelvo al sillón, frente a la estufa, sin sentir mis pies. Sin sentirme en absoluto.
-¿Dónde…? – respondo después de unos minutos de silencio.
-A ver las luces... – me tiemblan las manos cuando oigo esa frase tan característica suya cuando es carnaval.
-No tengo ganas, peluche…

No tengo ganas. No tengo ganas… Peluche. Peluche. No tengo.
Mi voz retumba en todo el living. Abro los ojos y ni si quiera el teléfono se ha movido de su lugar. Miro en su dirección y parece que tampoco tiene antojos de sonar.

January 10, 2006

Uno

Hoy por la mañana creí que iba a morir con esas contracciones cardíacas tan intensas que lograron desmayarme. ¿La causa? Aún no logro descifrarla con precisión, pero creo que mi problema camina, pero lo hace en dirección contraria hacia mí.

Comenzó cuando encontré entre los platos –que no movía hace casi una semana-, una servilleta de color azul gastado, que decía muy orgullosamente “Te echo de menos”, con esa letra curvilínea que desde hace años roza lo indescifrable. Entonces, con el dichoso mensaje en la mano, me senté como pude al borde del mesón y ahí comenzaron los problemas. No podía sonreír, porque mi pulso fluctuaba entre dejarme llevar a cabo el gesto o simplemente dejar que mi rostro se lloviera como un diluvio negro. Miraba sus letras que parecían guiñarme una “o” y abrazarme fuertemente… Para decirme que se iba, que volvería y que no me preocupara por esperarla despierta porque tal vez –sí, tal vez- él quisiera invitarla a pasar.

Parte de mi sigue esperando que él ya no quiera, nunca más, dejarla pasar y así pueda volver aquí, a recogerse el cabello frente esos enormes libros de literatura barroca, a secarse las manos en cualquier parte menos en la toalla, a quedarse en vela cada noche, pensando si su soledad cederá alguna vez.

January 01, 2006

Foreword

Es increíble cómo los seres humanos llegamos a ese punto sublime de existencia y jamás notamos con la rapidez que pasa el tiempo. Es como el fuego consumiendo una fotografía en tonos sepia, con la velocidad arrebatada, para que podamos ver cómo es que todo cambia. Se encorva, se endereza, se arruga, emerge, baila y luego...

Pasa el tiempo, nos besa la nuca y en ese preciso instante, caemos del cielo a la tierra para saber con toda exactitud, que ha terminado.